Por. Nadia Patricia Suárez V.
Pareciera que hemos perdido la sensibilidad y la empatía como resultado de décadas contemplando las desigualdades sociales y nuestra facilidad de tomar parte en los conflictos.
Como ciudadanos hemos caído en una burbuja, donde me resguardo y mientras yo y los míos disfruten de beneficios mínimos (que hemos llegado a considerar lujos), el otro, no me importa, no me afecta, o sencillamente, no es mi problema.
Esa, sería la razón que explica el porqué una minoría que por años ha gozado de condiciones laborales dignas, aplaudieron cuando parecía hundirse la reforma laboral. ¡Claro! Los beneficios que yo tengo, son un lujo que, seguramente, si los comparto con otros nos pone en el nivel de iguales, y podría ser peligroso para mantener el status, el poder y las "infulas de agrandados".
Pero al otro lado de la ecuación, también hay unas carencias que se fortalecen, unas cicatrices que no sanan y un resentimiento que se entreteje. Hay comunidades que se acostumbraron a las cosas como están, que perdieron la capacidad de asombro o de soñar, tras tantas veces que les obligaron a ver que las cosas no iban a cambiar, porque preciso quienes se levantaron primero, los traicionaron y otros, fueron silenciados, desterrados e inclusos apagados. Entonces, en ese lado de la sociedad, hay compatriotas que crecieron sin esperanza, con dolor y miedo.
Pero, ¡No hay mal que dure cien años, ni pueblo que lo resista! Entonces, una generación volvió a hablar de derechos, a visibilizar a los marginados y a recordar que en Colombia, hay diversidad cultural, racial, ideológica, política y social. Lo más importante, reconocieron que esas personas que eternamente habían sido excluidas bajo la premisa de "minorías", en realidad son las mayorías y les hablaron del poder que siempre han tenido, y seguramente, no lo habían sabido utilizar: el voto. Y entonces, les hablaron de una nueva política, una de inclusión, de participación, de construcción conjunta, donde todos recobrarían la dignidad y, le llamaron: La política del amor. Fue así, desde la diversidad: comunidades étnicas, afros, campesinos, LGBTIQ+ y el ciudadano de a pie, que vieron en Gustavo Petro y Francia Márquez la posibilidad de recuperar derechos, volver a sus comunidades y aportar a la paz.
Por supuesto, ha sido un largo proceso, aciertos y desaciertos que siempre han evidenciado el respaldo del pueblo al gobierno de turno, Petro y su política de amor han permeado con su discurso, por eso no sorprende que el presidente quisiera conocer a ese joven, quien en redes sociales un día lo amenazó. Por lo menos a mí, no me sorprendió que buscara un diálogo cara a cara para escuchar y reconocer al otro. Un momento emotivo, con llanto, silencio y el tiempo se contuvo en un abrazo. ¡El abrazo del perdón!
Las segundas oportunidades que se brindan desde el perdón y la reconciliación permite construir sociedades más justa, en paz y en condiciones dignas para todos. Ejemplo de ello son los países que han podido avanzar en procesos de paz para conflictos, incluso más graves que el caso colombiano. Un proceso lento y complejo, donde juega un papel trascendental la sociedad civil y los medios de comunicación, dos actores que para el caso colombiano, parecieran temerle al cambio, estar acostumbrados a la guerra o en el peor de los casos, beneficiarse de esa dinámica sangrienta y dolorosa que mancha al país.
Estoy de acuerdo en algunos desatinos del gobierno del cambio, errores en los que ha caído, pero también considero que si Gustavo Petro logra impregnar la política del amor en toda la sociedad, tendríamos un país abrazando la diferencia, hablando con amor y reconociendo al otro como parte de todos. Es el mejor camino que podríamos tomar los colombianos, generando una inmensa ola de abrazos de perdón.